Adolescencia, lenguaje y violencia.
Ivonne Bordelois
Lecturas… Sobre analfabetismo intelectual,
afasia léxica, indigencia anímica, hambruna intelectual, ensordecimiento
mediático, devastaciones intelectuales, zombies, castración verbal y salida hacia la
violencia…
Por Ivonne Bordelois* para revista El Arca
“…
La salpicadura del ruido, la imposibilidad de hallar
espacios reservados al silencio, ya sea en la vida privada o en la vida pública
o en la educación que se reserva a los niños, me parece la más grave
contaminación que conoce la cultura moderna. Para muchos seres humanos, la
noche se ha tornado tan ruidosa como el día, y una habitación silenciosa un
Infierno y una tortura. En nuestra cultura va a producirse un cambio total.”
Estas graves palabras de George Steiner bien
pueden introducirnos en el serio problema de la fractura del lenguaje que se
manifiesta en nuestros adolescentes.
Aislados como viven, inmersos en la permanente
relación con la televisión, la computadora e Internet, aturdidos en sus encuentros
amistosos o eróticos en las discos, cuyos decibeles alteran e impiden toda
noción de intimidad, no es extraño que muchos de nuestros adolescentes sumen a
una suerte de analfabetismo intelectual, ya que su contacto con la
lectura es mínimo, una suerte de afasia léxica que los priva, no ya de
una deseable elocuencia, sino de todo dominio apenas más sutil y complejo que
el nivel más ordinario y elemental de expresión en materia de comunicación
verbal.
Como dice Wittgenstein, «los límites de mi
habla representan los límites de mi mundo”. El empobrecimiento del
léxico entre la población juvenil es una alarmante señal de su indigencia
anímica, sumándose en muchos casos a la indigencia económica que
sufre una pavorosa proporción de gente en los márgenes de nuestra sociedad. La hambruna
física e intelectual se refuerzan así mutuamente en un círculo vicioso y
siniestro.
No exploraremos aquí las raíces ni las
probables soluciones de este drama educativo; nos limitamos a
examinar las características del empobrecimiento lingüístico que afecta a
nuestros adolescentes.
Como lo observa el psicoanalista Luis Kancyper,
si el sistema nos quita palabras mediante la multiplicación del
ensordecimiento mediático, es porque quiere despojarnos de afectos no sólo
de ideas.
Las palabras, elementos representacionales, no sólo
son conceptos; son huellas mnémicas de las pulsiones. Hay una ligazón
indisoluble entre palabra y afecto, así como la hay entre palabra y pensamiento.
De paso, es interesante comprobar que, en los estadios primeros de la lengua,
las distinciones entre pensar y sentir son muy tenues. Aún hoy día el italiano ti
penso o el inglés I have you in my mind no son declaraciones
cerebrales sino expresiones de afecto.
En etimología, muchas palabras centrales en el
mundo afectivo son huellas de emociones que se graban en lo físico. La memoria
tiene que ver con el corazón (recordar y cardiaco comparten la misma raíz) y es
eminentemente afectiva; el amor tiene que ver con la mama y el amamantamiento;
la cólera y la melancolía con la bilis, que se llamaba kolos en griego.
Todo esto lo comprueba la etimología y también la poética,
ya que los poetas intuyen todas estas conexiones. Son también
experiencias básicas que nos empeñamos en ignorar. “Verde de envidia”,
“rojo de cólera”, “pálido de miedo” son expresiones que muestran el
fuerte tejido corporal que implican las emociones, y el lenguaje acompaña a
menudo estas sensaciones. “Estar caliente” en nuestro estilo coloquial
significa estar sujeto a la cólera o al deseo: curiosa confluencia que acaso
nos conviniera explorar.
Al extirpar el contacto con la riqueza de la palabra
se extirpa también el contacto con la riqueza y la intensidad de los deseos. Y
es precisamente porque es incalculable la cantidad de energía que comporta cada
palabra, que resulta importante hacer desaparecer esa energía. La campaña de
devastación intelectual que llevan a cabo los medios nos prepara
eficazmente para volvernos zombies. En un reciente reportaje decía el
cineasta francés Claude Chabrol: “No soy paranoico, pero en la
sociedad hay una conspiración para que la gente viva una vida idiota”.
Un sistema que no nos quiere críticos ni placenteros a
través del goce activo del lenguaje es un sistema que nos quiere de
rodillas, ridículos, compungidos y consternados, desprovistos tanto de pasiones
como de ideas propias.
Y si no hay palabras, el único vehículo accesible para
desalojar la fuerza de las pasiones interiores es la violencia. Un adolescente
reprimido en sus posibilidades de expresión es una bomba de tiempo, y en
nuestro país hemos visto ya, lamentablemente, terribles ilustraciones en este
sentido.
Por eso es necesario dar palabras al adolescente,
y escuchar a tiempo sus propias palabras. “Veo cómo enmudece el mundo
en donde amputan las alas a la palabra”, dice el poeta Edmond Jabès.
Cuando se habla del amor, los ensueños de amor, los
recuerdos de amor que tan fuerte impronta tienen en la vida de los
adolescentes, suele olvidarse que el tejido mismo del encuentro amoroso no
consiste sólo en el descubrimiento mutuo de la sexualidad deslumbrante como
éste puede ser sino también, en gran parte, en las palabras que brotan del
impulso amoroso.
El amor no es un objeto y no es tampoco una idea, y
por eso no lo alcanzan las maquinaciones de la filosofía analítica. El amor es
experiencia, gestos y, en gran medida, palabras: y cuando faltan las palabras,
se esfuman la intimidad y el encanto del acontecer amoroso.
De allí la atracción de los grandes epistolarios
amorosos, las clásicas novelas pasionales, los diarios personales
que van mostrando las inflexiones de una relación, las conversaciones
recordadas en transcripciones fieles y detalladas, la huella de un verbo o una
expresión cariñosa, un adjetivo secreto, un invento, una imagen que se juega en
una tarde de caricias, un poema hecho a cuatro manos, un mensaje telefónico o
un correo electrónico en tres palabras que todo lo dicen.
El adolescente privado de la posibilidad de la palabra
amorosa está virtualmente castrado. Emerson decía: “El hombre es
la mitad de sí mismo; la otra mitad es su expresión”. Lo que es cierto
para el ser humano en general es doblemente cierto para un joven amante. La
otra mitad del amor es el diálogo con la pareja, el hablar que va tejiendo y
consagrando el adentramiento mutuo en la correspondencia amorosa.
Alberto Magno dice con razón que “el mayor de los placeres
humanos es buscar la verdad en la conversación”. Pero no sólo la verdad
se busca en la conversación, como los diálogos socráticos lo demuestran tan
fehacientemente, sino también el amor.
Nuestros adolescentes hoy día no sólo se quieren sino
que han reintroducido valientemente el yo te amo, prohibido por cursi en
la generación paterna, y han recreado la correspondiente distinción.
Conviene preguntarse también por el sentido de salir,
ese modismo que se impuso a partir del momento en que los jóvenes rechazan los
matrimonios arreglados por los padres y salen definitivamente de la tutela
parental en esta materia. “Salí sin ser notada / estando ya la casa
sosegada”, dice Juan de la Cruz en el poema místico-erótico más
hermoso del español.
Pero ¿adónde salen ahora quienes salen?
Ciertamente, no a la noche mística. Salen a la calle, al mundo, a las discos, a
los gimnasios, a los restaurantes de moda: se muestran, se exhiben, se exponen,
como parejas, a la aprobación o el rechazo de la calle o de su grupo. El amor
se ha vuelto en gran medida exhibicionismo y voyeurismo, narcisismo y
dependencia; de la aplastante tutela familiar se ha pasado al riguroso control
social que establecen la moda, la dieta, el ritmo y el automóvil que debe
mostrar la pareja que sale.
Se hubiera dicho que el amor era entrar
antes que salir: en principio, los enamorados entran en la noche,
en una casa, en una cama; la intimidad no es sino una profunda entrada personal
y física en la vida de otro ser. Alguien se metía con alguien
hace un tiempo; nacía un metejón. Pero el amor que sale ahora es el
amor extrovertido y ruidoso de quien necesita la certeza de la mirada del otro
y el apoyo del testimonio grupal: he aquí mi pareja, la prueba de mi
solvencia sexual, la garantía de que no estoy vergonzosamente solo. Salgo,
bailo, gasto y muestro: ésta es la manera presente del amor.
El placer no pasa ya por la conversación, esa antigua
reliquia olvidada. La patética pobreza de los diálogos de amor entre
adolescentes en nuestras telenovelas ilustra hasta qué punto nos hemos
alejado de los tiempos en que las parejas se hablaban. Se tiene la
impresión de que recurrir al léxico “anglo” exime en cierto modo del
sentimiento del fracaso total: seremos desdichados pero nos redime en cierta
medida la inmersión en la lengua del imperio.
Los adolescentes han proscripto el amante,
romanticón y antiguo: novio, amigo o pareja son los términos corrientes.
Pero novio huele a naftalina, amigo es hipócrita, o en el mejor de los casos
ambivalente, dando lugar a peligrosas confusiones, y pareja es expediente tan
socorrido cuando se trata del dominio gay –donde acaso correspondería más
decir, en el caso de los varones, su parejo– que probablemente los chicos
vuelvan a encontrar nombres más frescos y afortunados para las relaciones que
tanto los absorben.
Entre los arranques positivos y creativos promovidos por
los adolescentes se encuentra la constante innovación en el lenguaje de la
admiración sexual y estética, donde hemos ido pasando gradualmente de los
churros y budines de otrora a los lomos y bombones del presente: una
leve mejoría gastronómica que parece evidenciar un paulatino refinamiento. Pero
también las mujeres han pasado a ser reinas y diosas gracias a los
adolescentes. Aunque genia e ídola sean gramaticalmente incorrectas, me
parecen mejores que las innovaciones que nos llegan peligrosamente de España,
donde se escuchan perplejidades tales como: “Es mejor que la arquitecto no suba
a los andamios, porque está embarazada”.
El vocabulario juvenil ha ido desterrando
afortunadamente el dudoso calificativo de mona para exaltar la belleza
femenina. El Diccionario de Autoridades apunta la evolución del término, que en
1639 ya está registrado como característico de los imitadores. Así, Fray Juan
de los Angeles critica a las monjas frívolas que “están en los coros como
monas, haciendo gestos y meneos”. Más tarde, al parecer, las habilidades
imitativas comenzaron a adquirir prestigio, particularmente si se daban entre
las mujeres. El Padre Feijoó comenta, un siglo después: “A cada paso se ven
niñas que, con sus jueguecillos, imitan aquella festiva inquietud de las monas;
y aun por eso se suele dar a aquellos juguetes el nombre de monadas o monerías;
y de las niñas que son muy festivas se dice que son muy monas”.
Infantilismo, imitación y complacencia femeninas: tal
es el extracto de cualidades de las que deriva el ser muy mona, ser monísima,
codiciado entre nosotros alguna vez como marca de admiración y hoy, por suerte,
paulatinamente desterrado.
Las mujeres eran en un tiempo sólo bonitas;
ahora han sido promovidas y están buenas. Acaso conviene aquí recordar
lo que dice Macedonio Fernández: “Lo bonito, dice Schopenhauer, es opuesto a
lo bello. ¿Por qué? No lo dice, y creo poder decirlo: porque no nos conversa de
la muerte”. Lo curioso es que en realidad, etimológicamente, bello desciende
de un diminutivo de bueno (en latín bellum proviene de benulus,
diminutivo de bonus). De allí la legitimidad de lo bonito.
Lingüísticamente, parece haberse sentido que lo bello es un pequeño avatar de
lo bueno.
Pero nuestros chicos se resisten a considerar como
pequeño este avatar y sostienen la equivalencia de lo bello y de lo bueno sin
distinciones de ninguna especie. Y si reflexionamos un poco, vemos que hoy día
decimos que un libro, una película, una comida, un vino están buenos
para decir que nos gustan; en el fondo, que nos hacen bien. Y es
verdad que la belleza nos hace bien, y bueno es reconocerlo.
La palabra es el puente más efectivo entre nosotros y
la realidad, entre nosotros y los otros. Hay una suerte de Eros que se realiza
en la palabra, primero en el logro de conectarnos con la palabra misma, que es
afecto, intelecto e intención, mente y verbo, imagen y sonido a la vez. Pero
transmitimos esa palabra no abstractamente en sí misma, sino incorporada a una
red de otras palabras.
El objeto de deseo del acto de la palabra es en primer
lugar la palabra misma, el sentirnos conectados a ese sistema de electricidad central y
fundamental que es el lenguaje, que nos identifica, nos da la identidad primera
del hablante y del comunicante y nos comunica, es decir, nos conecta al
mundo de los otros hablantes y escuchantes.
Esto es lo que da al niño el impulso
enorme que experimenta para incorporarse al lenguaje de sus mayores, una
red complejísima y vitalmente necesaria que con rapidez intenta asimilar para
asegurarse su lugar en el mundo social que lo aguarda.
Entonces ocurre el segundo logro, el de contactarnos
con alguien que nos permite comunicarnos, no sólo con él, sino con nosotros
mismos, a través de la convergencia entre nosotros, la comunión de la
palabra. Triple comunión entonces, primero con el lenguaje, luego con el
Otro, finalmente, más profundamente, con nosotros mismos.
Cuando el adolescente es privado de la
conciencia y el goce de la palabra, se siente triplemente inerme, destituido del
lenguaje, del contacto con el otro y del contacto consigo mismo. Cuantas
menos palabras posee, más ataráxico, apático e indiferente se vuelve; la violencia
física es entonces la expresión más común de la castración verbal…”